Todos los pueblos han concebido sin duda ese «Ser supremo», pero la operación parece haber fracasado en todas partes. El «Ser supremo» de los hombres primitivos no tuvo aparentemente prestigio comparable al que debía obtener un día el Dios de los judíos, y más tarde el de los cristianos. Como si la operación hubiese tenido lugar en un tiempo en que el sentimiento de continuidad era demasiado fuerte, como si la continuidad animal o divina de los seres vivos y del mundo hubiera en principio parecido limitada, empobrecida por un primer y torpe intento de reducción a una individualidad objetiva. Todo indica que los primeros hombres estaban más cerca que nosotros del animal; le distinguían quizá de sí mismos, pero no sin una duda mezclada de terror y de nostalgia. El sentimiento de continuidad que debemos prestar al animal no se imponía ya sólo al espíritu (la posición de objetos distintos era incluso su negación). Pero había sacado una nueva significación de la oposición que presentaba respecto al mundo de las cosas. La continuidad, que para el animal no podía distinguirse de ninguna otra cosa, que era en él para él la única modalidad posible del ser, opuso en el hombre a la pobreza del útil profano (del objeto discontinuo) toda la fascinación del mundo sagrado.
El sentimiento de lo sagrado no es evidentemente ya el del animal, al que la continuidad perdía en las brumas dónde nada es distinto. En primer lugar, si es cierto que la confusión no ha cesado en el mundo de las brumas, éstas oponen un conjunto opaco a un mundo claro. Este conjunto aparece distintamente en el límite de lo que es claro: se distingue, por lo menos, desde fuera, de lo que es claro. Por otra parte, el animal aceptaba la inmanencia que le sumergía sin protestas aparentes, mientras que el hombre, en el sentimiento de lo sagrado, experimenta una especie de horror impQtente. Este horror es ambiguo. Sin duda ninguna, lo que es sagrado atrae y posee un valor incomparable, pero en el mismo momento eso aparece vertiginosamente peligroso para este mundo claro y profano donde la humanidad sitúa su dominio privilegiado.
Georges Bataille
"Teoría de la Religión".