"El sábado, el médico me dijo que dejase de fumar y de beber, y así lo hice. Pasaré por alto el consabido síndrome de abstinencia, pero me gustaría señalar que aquella noche, mientras miraba por la ventana los brillos del crepúsculo y los progresos de la oscuridad, percibí —falto de tan humildes estimulantes— la fuerza de un recuerdo primitivo en el que la llegada de la noche, con su luna y estrellas, era apocalíptica. Pensé de pronto en las tumbas olvidadas de mis tres hermanos en la ladera de la montaña y en que la muerte es una soledad más cruel que cualquier otra que se conozca en la vida. El alma —pensé— no abandona el cuerpo, sino que permanece con él para sufrir las degradantes fases de descomposición y abandono, el calor, el frío y las largas noches de invierno en que nadie lleva una corona o una planta ni reza una oración".
John Cheever
"La muerte de Justina", Relatos II.