22 agosto 2010

Fogwill (1941-2010)


















"Como en las detenciones protocolares de los films policiales, cualquier testimonio sobre mis gustos literarios, podrá ser imputado en mi contra. Poesía o narrativa sólo escribo cuando no tengo a mi alcance un poema cuya lectura me apasione más que el desafío de emularlo. Escribir, cuando puedo, me resulta muy fácil. Dos textos breves fueron escritos de una sentada: Muchacha punk, Memoria de paso. Practico el ritual de reescribir y corregir infinitamente pero me consta que jamás ese ejercicio mejoró los resultados en mi obra. La novela Los pichiciegos fue escrita en el curso de tres días y nunca me dio motivos para cambiar alguna de sus frases. Estábamos en guerra con la mayor potencia de la Comunidad Europea, eran las seis de la tarde, volvía de una reunión con dos oficiales del estado mayor que eran mis patrones en una agencia de publicidad y mi madre me esperaba orgullosa para anunciarme:
-¡Hundimos un barco…!
Entonces volví a mi estudio, escribí la frase "mamá hoy hundió un barco" y doce horas después había completado la mitad del relato: cien mil caracteres".

Fogwill
"Los libros de la guerra"

16 agosto 2010

De "Una visión de mundo"

"...Sueño que veo una hermosa mujer arrodillada en un campo de trigo. Sus cabellos de color castaño claro son abundantes y su falda, amplia. Parece una ropa pasada de moda —una ropa de antes de mi época—, y me pregunto cómo puedo conocer y sentir tanta ternura por una mujer vestida con ropa que podría haber usado mi abuela. Y, sin embargo, parece real, más real que Tamiami Trail, seis kilómetros al este, con sus Smorgoramas y sus puestos de Giganticburger; más real que las callejuelas de Sarasota. No le pregunto quién es. Sé lo que dirá. Pero ella sonríe y empieza a hablar antes de que pueda marcharme: «Porpozec ciebie...», comienza. En ese momento, o bien me despierto desesperado, o me despierta el ruido de la lluvia sobre las palmeras. Pienso en los campesinos que, al oír la lluvia, estirarán los brazos doloridos y sonreirán, pensando en el agua que se derrama sobre sus lechugas y sus coles, su cebada y su avena, sus chirivías y su maíz. Pienso en los fontaneros que, al despertarlos la lluvia, sonreirán ante la visión de un mundo en el que ya no queden desagües atascados. Desagües en ángulo recto, desagües retorcidos, desagües sofocados por las raíces y llenos de orín, todos gorgotean y descargan sus aguas en el mar. Pienso en que la lluvia despertará a alguna anciana que se pregunte si ha olvidado en el jardín su ejemplar de Dombey e hijo. ¿Quizá el chal? ¿Se acordó de tapar las sillas? Y sé que el ruido de la lluvia despertará a alguna pareja de amantes y que ese ruido les parecerá parte de la fuerza que los ha arrojado al uno en brazos del otro. Entonces me incorporo en la cama y exclamo en voz alta, hablando conmigo mismo: «¡Valor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Amabilidad! ¡Prudencia! ¡Belleza!» Las palabras parecen tener el color de la tierra, y mientras las recito siento que crece mi esperanza hasta quedar satisfecho y en paz con la noche".

John Cheever
"Una visión de mundo", Relatos II.

11 agosto 2010

VIII Demoníaco

"Es conocido con qué insistencia una tendencia herética recurrente propone la exigencia de la salvación final de Satanás. En el mundo de Walser, el telón se alza cuando incluso el último demonio de Gehinnom es reintegrado al cielo, cuando el proceso de la historia de la salvación ha quedado concluido sin residuos.

Es sorprendente que los dos escritores que, en nuestro siglo, han observado con más lucidez el horror incomparable que les rodeaba -Kafka y Walser- se representen un mundo del cual ha desaparecido el mal en su suprema expresión tradicional: el demonio. Ni Klamm ni el Conde ni los cancilleres y jueces kafkianos, y mucho menos las creaturas de Walser, a pesar de su ambigüedad, podrían jamás figurar en un catálogo demonológico. Si en el mundo de estos autores sobrevive algo como elemento demoníaco, es más bien en la forma que podía tener en la mente de Spinoza, cuando escribía que el demonio es sólo la criatura más débil y más lejana de Dios y como tal-en cuanto es esencialmente impotencia-, no sólo no puede hacer mal alguno, sino que es, además, aquella que más necesidad tiene de nuestra ayuda y de nuestras oraciones. El demonio es, en todo ser que es, la posibilidad de no ser que silenciosamente implora nuestro socorro (o si se quiere, no es sino la impotencia divina o la potencia de no ser en Dios). El mal es únicamente nuestra reacción inadecuada frente a éste elemento demoníaco, nuestro retroceder asustados delante de él para ejercitar -fundándolo en esta fuga- algún poder de ser. Sólo en este sentido secundario, la impotencia o la potencia de no ser es la raíz del mal. Huyendo delante de nuestra misma impotencia, o buscando servirnos de ella como de un arma, construimos el maligno poder con el que oprimimos aquello que aquí muestra su debilidad; faltando a nuestra íntima posibilidad de no ser, abandonamos lo único que hace posible el amor. La creación -o la existencia- no es, de hecho, la lucha victoriosa de una potencia de ser contra una potencia de no ser; es mucho más, la impotencia de Dios frente a su misma impotencia, su dejar que sea una contingencia, pudiendo no no-ser. O de otra manera: el nacimiento en Dios del amor.

Lo que Kafka y Walser hacen valer contra la omnipotencia divina no es tanto la inocencia natural de la creatura, cuanto aquella inocencia natural de la tentación. Su demonio no es quien tienta, sino el ser infinitamente susceptible de ser tentado. Eichmann, un hombre absolutamente banal, que ha sido tentado por el mal propio del poder del derecho y de la ley, es la confirmación terrible con la que nuestro tiempo ha reivindicado aquel diagnóstico".

Giorgio Agamben
La comunidad que viene

10 agosto 2010

II Del Limbo

"¿De dónde proceden las singularidades cualsean?; ¿cuál es su reino? Las cuestiones de Tomás de Aquino sobre el limbo contienen los elementos para una respuesta. Según el teólogo, de hecho, la pena de los niños no bautizados, muertos sin otra culpa que el pecado original, no puede ser una pena de aflicción, como la del infierno, sino sólo una pena privativa, que consiste en su perpetua carencia de la contemplación de Dios. Pero los habitantes del limbo, a diferencia de los condenados, no experimentan dolor por esta carencia: puesto que sólo tienen conocimiento natural, y no el supranatural que viene implantado en nosotros por el bautismo, no tienen conciencia de estar privados del sumo bien, o, si lo saben (como admite una opinión diferente) no pueden lamentarse más de lo que un hombre razonable se condolería por no poder volar. Si experimentasen dolor, desde luego, y puesto que sufrirían por una culpa de la que no pueden enmendarse, su dolor acabaría por llevarles a la desesperación, como sucede con los condenados. Todo esto no sería justo. Más aún, sus cuerpos, como los propios de los bienaventurados, son impasibles sólo en aquello relativo a la acción de la justicia divina; en todo lo demás gozan plenamente de sus perfecciones naturales.

La pena más grande -la carencia de la visión de Dios- se vuelca así en alegría natural: definitivamente perdidos, hábitan sin dolor en el abandono divino. No es que Dios los haya olvidado, sino que ellos lo han olvidado a Él desde siempre, y el descuido divino resulta impotente contra su olvido. Como cartas que han quedado sin destinatarios, estos resucitados han quedado sin destino. Ni bienaventurados como los elegidos, ni desesperados como los condenados, están llenos de una alegría para siempre sin destinación.

Esta naturaleza límbica es el secreto del mundo de Walser. Sus creaturas están irreparablemente extraviadas, pero en una región situada más allá de la perdición y de la salvación: su nulidad, de la que están orgullosos, es ante todo neutralidad respecto a la salvación, la objeción más radical que jamás se levantó contra la idea misma de la redención. Propiamente insalvable es, desde luego, la vida en la que no se ve nada que salvar y contra ella naufraga la poderosa máquina teológica de la «oeconomia» cristiana. De ahí la curiosa mezcla de pillería y de humildad, de inconsciencia de toon y de escrupulosa acribia que caracteriza a los personajes de Walser; de aquí procede su ambigüedad, por la cual toda relación con ellos parece siempre condenada a terminar en la cama: no se trata ni de Hybris pagana ni de timidez de las creaturas', sino sencillamente de una impasibilidad límbica frente a la justicia divina.

Como el condenado liberado en la colonia penal de Kafka, que ha sobrevivido a la destrucción de la máquina que debía ajusticiado, ellos han dejado atrás el mundo de la culpa y de la justicia: la luz que se derrama sobre sus frentes es aquella -irreparable- del alba que sigue al día más nuevo del juicio. Pero la vida que comienza en la tierra tras el último día es sencillamente la vida humana".

Giorgio Agamben
La comunidad que viene.