Entusiasmo. ¿Acaso no me entusiasmaba? ¡Oh, claro que sí, qué duda cabe! Yo que ya estaba más allá de la hermosura, excluido de la centelleante red de encanto –yo que no encantaba, yo que nada ganaba, a quien la naturaleza miraba con indiferencia... ah sí, todavía era capaz de entusiasmo, pero también veía claro que mis entusiasmos ya no iban a entusiasmar a nadie... Por ello me arrojaba sobre la vida como un perro apaleado y tiñoso... Pero si en aquella edad se presenta una ocasión de frotarse con la juventud, aunque sea a precio de depravación, y si resulta que la fealdad tiene sus usos, asimilada por la hermosura... ¡Una tentación que barre toda resistencia, irresistible en el sentido más literal! Un entusiasmo sí, incluso una locura taladrante –pero por otra parte... ¡Pero a ver! ¡Un momento! ¡No! ¡Que locura! ¡Cosas así no se hacen! ¡Es demasiado personal! –demasiado privado y peculiar- y sin precendentes! ¡Y adentrarse por aquel demoníaco y extraño camino con él, con un ser que me daba miedo, porque me daba cuenta de que era un extremista, que nos llevaría demasiado lejos!.
Witold Gombrowicz
“Pornografía”
"Ya se han interpretado bastante las pasiones: se trata de encontrar otras nuevas"
26 julio 2007
10 julio 2007
Sobre las frituras
“El olor a fritura parecía llenar su conciencia. Pensó, pero sólo por un instante, que las frituras eran una nueva aberración, como el tramo de carretera con sus tiendas de saldos y sus autocines para mirones. Rápidamente corrigió ese pensamiento casual, pero recordó que las frituras fueron una de las primeras cosas que se han olido en el planeta. Tras el descubrimiento del amor, de la importancia de la caza y de la constancia del sistema solar, vino el olor de la comida frita. Incluso ahora, al final de la cosecha, en los rincones más inaccesibles de los Cárpatos, los pastores bajan de los montes con sus rebaños, en otoño, para oír los violines y los tambores sin encordar de los zínganos, y oler las salchichas girando sobre las brasas de carbón. Las frituras son bárbaras (reniegan de la autoridad) y su magia es la malnutrición, el acné y la vulgaridad. Son indigestas y sumamente olorosas, y pueden ser, si te falla la suerte, lo último que huelas de camino al patíbulo. También son portátiles. Hay que poder comerlas sentado en una montura, o a bordo de una noria de feria, o recorriendo las avenidas y senderos de algún parque de atracciones de pueblo. Hay que poder comerlas con las manos, sacándolas de un cucurucho fabricado con hojas, corteza o piel humana, mientras remas en tu canoa de guerra o marchas hacia el frente. Estaban comiendo frituras cuando hicieron el primer sacrificio humano. Estaban friendo berenjenas en el Coliseo cuando desmembraron al filósofo en la rueda y entregaron el santo a los leones. Estaban comiendo frituras cuando ahorcaron a las brujas, descuartizaron al pretendiente y crucificaron a los ladrones. Las ejecuciones públicas fueron nuestras primeras celebraciones y las frituras son comida de fiesta. También son las comida de los amantes, los jugadores, los viajeros y los nómadas. Al celebrar y enaltecer las frituras, todas las grandes carreteras del mundo mantienen vivos nuestros recuerdos primitivos de cazadores y pescadores errantes, cuando no teníamos historia y teníamos muy poca visión de futuro. Son la comida de los vagabundos espirituales”.
John Cheever
“Esto parece el paraíso”.
John Cheever
“Esto parece el paraíso”.
06 julio 2007
05 julio 2007
5 tesis de Jim O'Rourke
1. Una buena colección de discos / Escuchar es descubrir.
"Durante mucho tiempo mi colección de discos fue mi segunda familia. Gracias a ella pude captar la inmensidad y la diversidad de las formas musicales -sobre todo las llamadas de vanguardia. Mi placer supremo era descubrir discos que, como los videojuegos en 3D, me introdujeran en nuevos universos -como ese disco de Zappa que mencionaba todas sus influencias y que me llevó a Stravinsky, Ives, Stockhausen... En la biblioteca pública me fascinaban los discos que nunca había sacado nadie -ésa fue la manera en que John Cage entró a mi vida... Ser el único chico que escuchaba eso no me provocaba orgullo ni remordimientos. Lo único que me impulsaba era la curiosidad."
2. Praxis / Escuchar es reflexionar.
"Discos como Remove the Need, Terminal Pharmacy o Rules of Reduction me permitieron dejar atrás algunas obsesiones, romper algunas cosas. Eran a la vez el testimonio de una práctica y de su razón de ser. Desde entonces, este doble acercamiento a las cosas nunca me ha abandonado. Es algo que heredo de mis padres, que siempre me incitaban a reflexionar sobre todo lo que hacía -y por qué y cómo lo hacía... El disco Brise-Glace, por ejemplo, es al mismo tiempo un disco de rock -con la dinámica propia de ese género- y una especie de documental sobre un grupo de rock -con todo un trabajo de producción que cuestionaba y sacudía la expectativa del oyente."
3. Huir del confort / Escuchar es cuestionar cómo escuchamos.
"Mi meta no es, por principio, contrariar los deseos de la gente, sino incitarlos a preguntarse sobre sus motivaciones y sus hábitos de escucha -e introducirlos en el proceso de composición. Personalmente, es lo que me permite mantenerme espontáneo y a la vez ponerme en cuestión, huir del confort: apenas me siento un poco cómodo, siento la necesidad de partir."
4. Signos de interrogación / Escuchar es devenir.
"Es mejor no tratar de imponer nada, ni un dogma ni una verdad, sino más bien ir trazando un camino a fuerza de signos de interrogación. Buscar siempre sabiendo que no hay nada que encontrar... Eso es lo que puede volver nuestros acercamientos musicales tan frágiles y fascinantes. Yo pongo por encima de todo discos como Laughing Stock de Talk Talk o Tilt de Scott Walker: obras dotadas de una inmensa riqueza humana, que a la vez son fascinantes documentos de investigación".
5. El futuro / Coda.
"En un futuro cercano, nada me resultaría más placentero que mezclar a un grupo de rock -un trabajo mucho más difícil y más rico de lo que la gente suele creer."
Jim O'Rourke
[palabras recogidas por Richard Robert]
"Durante mucho tiempo mi colección de discos fue mi segunda familia. Gracias a ella pude captar la inmensidad y la diversidad de las formas musicales -sobre todo las llamadas de vanguardia. Mi placer supremo era descubrir discos que, como los videojuegos en 3D, me introdujeran en nuevos universos -como ese disco de Zappa que mencionaba todas sus influencias y que me llevó a Stravinsky, Ives, Stockhausen... En la biblioteca pública me fascinaban los discos que nunca había sacado nadie -ésa fue la manera en que John Cage entró a mi vida... Ser el único chico que escuchaba eso no me provocaba orgullo ni remordimientos. Lo único que me impulsaba era la curiosidad."
2. Praxis / Escuchar es reflexionar.
"Discos como Remove the Need, Terminal Pharmacy o Rules of Reduction me permitieron dejar atrás algunas obsesiones, romper algunas cosas. Eran a la vez el testimonio de una práctica y de su razón de ser. Desde entonces, este doble acercamiento a las cosas nunca me ha abandonado. Es algo que heredo de mis padres, que siempre me incitaban a reflexionar sobre todo lo que hacía -y por qué y cómo lo hacía... El disco Brise-Glace, por ejemplo, es al mismo tiempo un disco de rock -con la dinámica propia de ese género- y una especie de documental sobre un grupo de rock -con todo un trabajo de producción que cuestionaba y sacudía la expectativa del oyente."
3. Huir del confort / Escuchar es cuestionar cómo escuchamos.
"Mi meta no es, por principio, contrariar los deseos de la gente, sino incitarlos a preguntarse sobre sus motivaciones y sus hábitos de escucha -e introducirlos en el proceso de composición. Personalmente, es lo que me permite mantenerme espontáneo y a la vez ponerme en cuestión, huir del confort: apenas me siento un poco cómodo, siento la necesidad de partir."
4. Signos de interrogación / Escuchar es devenir.
"Es mejor no tratar de imponer nada, ni un dogma ni una verdad, sino más bien ir trazando un camino a fuerza de signos de interrogación. Buscar siempre sabiendo que no hay nada que encontrar... Eso es lo que puede volver nuestros acercamientos musicales tan frágiles y fascinantes. Yo pongo por encima de todo discos como Laughing Stock de Talk Talk o Tilt de Scott Walker: obras dotadas de una inmensa riqueza humana, que a la vez son fascinantes documentos de investigación".
5. El futuro / Coda.
"En un futuro cercano, nada me resultaría más placentero que mezclar a un grupo de rock -un trabajo mucho más difícil y más rico de lo que la gente suele creer."
Jim O'Rourke
[palabras recogidas por Richard Robert]
8
Hace tres veranos, encontré una carta en mi buzón. Venía en un gran sobre blanco y estaba dirigida a alguien cuyo nombre no conocía: Robert M. Morgan, de Seattle, Washington. En la oficina de Correos habían estampado en el anverso del sobre varios sellos: Desconocido, A su procedencia. Habían tachado a pluma el nombre del señor Morgan, y al lado alguien había escrito: No vive en esta dirección. Trazada con la misma tinta azul, una flecha señalaba la esquina superior izquierda del sobre, junto a las palabras Devolver al remitente. Suponiendo que la oficina de Correos había cometido un error, comprobé la esquina superior izquierda para ver quién era el remitente. Allí, para mi absoluta perplejidad, descubrí mi propio nombre y mi propia dirección. No sólo eso, sino que estos datos estaban impresos en una etiqueta de dirección personal (una de esas etiquetas que se pueden encargar en paquetes de doscientas y que se anuncian en las cajas de cerillas). La ortografía de mi nombre era correcta, la dirección era mi dirección, pero el hecho era (y lo sigue siendo) que nunca he tenido ni he encargado en mi vida un paquete de etiquetas con mi dirección impresa.
Dentro del sobre había una carta mecanografiada a un solo espacio que empezaba así: “Querido Robert, en respuesta a tu carta del 15 de julio de 1989 debo decirte que, como otros autores, a menudo recibo cartas sobre mi obra.” Luego, en un estilo rimbombante y pretencioso, plagado de citas de filósofos franceses y rebosante de vanidad y autosatisfacción, el autor de la carta elogiaba a “Robert” por las ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un curso universitario sobre novela contemporánea. Era una carta despreciable, la clase de carta que jamás se me hubiera ocurrido escribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada con mi nombre. La letra no se parecía a la mía, pero eso no me consolaba. Alguien estaba intentando hacerse pasar por mi, y, por lo que sé, lo sigue intentando.
Un amigo me sugirió que era un ejemplo de “arte por correo”. Sabiendo que la carta no podía llegarle a Robert Morgan (puesto que tal persona no existe), en realidad el autor de la carta me estaba enviando a mí sus comentarios. Pero esto hubiera implicado una confianza injustificada en el servicio de correos de Estados Unidos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de encargar en mi nombre etiquetas de dirección y de ponerse a escribir una carta tan arrogante y altisonante pudiera dejar algo al azar. ¿O sí? Quizá los perversos listillos de este mundo creen que todo saldrá siempre como ellos quieren.
Tengo pocas esperanzas de resolver algún día este pequeño misterio. El bromista ha borrado hábilmente sus huellas, y no ha vuelto a dar señales de vida. Lo que no acabo de entender de mi propia actitud es que nunca he tirado la carta, aunque sigue dándome escalofríos cada vez que la miro. Un hombre sensato la habría tirado a la basura. En vez de eso, por razones que no comprendo, la conservo en mi mesa de trabajo desde hace tres años, y he dejado que se convirtiera en un objeto más, permanente, entre mis plumas, cuadernos y gomas de borrar. Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá sea el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no dejará nunca de escapárseme.
Paul Auster
“El cuaderno rojo”
Dentro del sobre había una carta mecanografiada a un solo espacio que empezaba así: “Querido Robert, en respuesta a tu carta del 15 de julio de 1989 debo decirte que, como otros autores, a menudo recibo cartas sobre mi obra.” Luego, en un estilo rimbombante y pretencioso, plagado de citas de filósofos franceses y rebosante de vanidad y autosatisfacción, el autor de la carta elogiaba a “Robert” por las ideas que había desarrollado sobre uno de mis libros en un curso universitario sobre novela contemporánea. Era una carta despreciable, la clase de carta que jamás se me hubiera ocurrido escribirle a nadie, y, sin embargo, estaba firmada con mi nombre. La letra no se parecía a la mía, pero eso no me consolaba. Alguien estaba intentando hacerse pasar por mi, y, por lo que sé, lo sigue intentando.
Un amigo me sugirió que era un ejemplo de “arte por correo”. Sabiendo que la carta no podía llegarle a Robert Morgan (puesto que tal persona no existe), en realidad el autor de la carta me estaba enviando a mí sus comentarios. Pero esto hubiera implicado una confianza injustificada en el servicio de correos de Estados Unidos, y dudo que alguien que se ha dado el trabajo de encargar en mi nombre etiquetas de dirección y de ponerse a escribir una carta tan arrogante y altisonante pudiera dejar algo al azar. ¿O sí? Quizá los perversos listillos de este mundo creen que todo saldrá siempre como ellos quieren.
Tengo pocas esperanzas de resolver algún día este pequeño misterio. El bromista ha borrado hábilmente sus huellas, y no ha vuelto a dar señales de vida. Lo que no acabo de entender de mi propia actitud es que nunca he tirado la carta, aunque sigue dándome escalofríos cada vez que la miro. Un hombre sensato la habría tirado a la basura. En vez de eso, por razones que no comprendo, la conservo en mi mesa de trabajo desde hace tres años, y he dejado que se convirtiera en un objeto más, permanente, entre mis plumas, cuadernos y gomas de borrar. Quizá la conservo como un monumento a mi propia locura. Quizá sea el medio de recordarme que no sé nada, que el mundo en el que vivo no dejará nunca de escapárseme.
Paul Auster
“El cuaderno rojo”
La niña que no tuve
A los ocho años, había sido condenada a muerte. Una extraña enfermedad, cuyo nombre no quiero repetir, la disolvería en menos de ciento veinte días, según varios doctores. El médico que me dio las malas nuevas lo hizo cuan humanamente pudo, pero eso no bastó. Tuvo que ser cruel, con la crueldad particular que se desarrolla en esa profesión. Le pedí que describiera las etapas de la enfermedad, y él precisó punto por punto -``con un margen de dos o tres semanas''- la descomposición de mi niña. Como, terminada la descripción, él añadió: ``Me temo que no hay nada más que nosotros podamos hacer'', le dije que si lo que aseguraba no era cierto, yo lo maldecía.
Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.
La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.
-¿Cómo te sientes? -le pregunté, y le besé la frente.
-Mal -dijo, y agregó-: Voy a morirme, ¿verdad?
Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la posibilidad de su muerte.
-No creo -le dije. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.
-Yo también quiero sobrevivir -dijo con una seriedad conmovedora. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.
Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.
-Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.
-¿Cuatro meses? -se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos. Eso sería en febrero.
Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.
Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.
-¿Adónde quieres ir? -me preguntó.
-A donde tú quieras.
Dijo inmediatamente:
-A un lugar al que nunca hayamos ido.
Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.
Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión, se introdujo furtivamente en el corredor.
-Un drogadicto -dijo ella, y el hombre pudo oírla.
-Tal vez -dije.
En la calle, me recriminó:
-Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.
-Tal vez te oyó.
-Y qué, es la verdad.
-A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella.
Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo:
-Supongo que no.
En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.
-¿Por qué no vamos a Times Square?
Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyre. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.
Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.
El cemento era tan duro en la Calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.
En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.
Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.
Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.
Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:
-Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.
-Pero linda, hacía un día hermoso.
-Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?
Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.
-Claro, preciosa -dije después. -Perdona, pero nadie es perfecto. -Me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.
Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.
-Papi -me dijo-, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.
Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la Calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabela.
-Sí, mi niña -dije con una sonrisa confundida-, un día de éstos te lo explicaré.
-¿Me lo prometes?
Asentí con la cabeza.
-No -insistió-, quiero que lo digas.
Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.
-¿Cuándo? -preguntó.
-Ya son la siete, cómo corre el tiempo -le dije. -Desde luego, hoy no.
Hizo una mueca.
-Sí -dijo-, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores.
La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.
-La luz -dijo.
Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.
Rodrigo Rey Rosa
“Ningún lugar sagrado”
Llegué a casa con pensamientos fúnebres mezclados con accesos de esperanza: pero la niña estaba tendida en su camita, pálida y temblorosa, pues era la hora de los ataques.
La niñera salió del cuarto en silencio, y yo me arrodillé al lado de la niña.
-¿Cómo te sientes? -le pregunté, y le besé la frente.
-Mal -dijo, y agregó-: Voy a morirme, ¿verdad?
Por un descuido mío, una semana antes ella había leído una carta del doctor acerca de la posibilidad de su muerte.
-No creo -le dije. De niño yo también estuve muy enfermo varias veces y sobreviví.
-Yo también quiero sobrevivir -dijo con una seriedad conmovedora. Pero papi, si voy a morirme, si los doctores piensan que me voy a morir, dímelo, no me engañes.
Me miraba fija, intensamente, y no pude mentir.
-Según el doctor que ha estado viéndote, podrías morirte dentro de cuatro meses. Pero yo no le creo.
-¿Cuatro meses? -se puso a contar, primero mentalmente y luego, para asegurarse, con los dedos. Eso sería en febrero.
Asentí con la cabeza. Tomé su mano, sudorosa, y la apreté. Y ella se quedó dormida, o, con su delicadeza de pequeña, fingió que se dormía.
Al día siguiente me levanté temprano, le hice el desayuno y le preparé el baño. Por la mañana, parecía una niña sana, y por un momento olvidé que había sido condenada. Salí de compras. Era una esplendorosa mañana de noviembre, de modo que al volver a casa, le propuse que saliéramos a pasear después de comer.
-¿Adónde quieres ir? -me preguntó.
-A donde tú quieras.
Dijo inmediatamente:
-A un lugar al que nunca hayamos ido.
Eran tantos los lugares a los que no habíamos ido, pensé. Había sido un error que yo la concibiera, yo, que siempre tuve miedo a la descendencia. Pero no me opuse a los deseos de su madre con suficiente determinación, y la niña nació. Su madre me abandonó hace tres años, y aquí estamos.
Cuando salíamos, al cruzar la doble puerta del vestíbulo, un hombre alto y pálido que aguardaba la ocasión, se introdujo furtivamente en el corredor.
-Un drogadicto -dijo ella, y el hombre pudo oírla.
-Tal vez -dije.
En la calle, me recriminó:
-Claro que era un drogadicto. Por qué dices tal vez.
-Tal vez te oyó.
-Y qué, es la verdad.
-A la gente no le gusta oír lo que uno piensa de ella.
Me miró, entre decepcionada y comprensiva, y dijo:
-Supongo que no.
En la esquina del Bowery y la octava, me tiró de la mano.
-¿Por qué no vamos a Times Square?
Tomamos el subterráneo en Astor Place, con su telón de fondo kitsch. Abajo, en el andén, una bandada de poetas daba un tono intelectual y hasta elegante a ese agujero del grand gruyre. La cosa sería evacuar la ciudad, demolerla por completo de una sola vez, darle la espalda al sitio y reintegrarse a la realidad.
Subimos al tren, ingresamos en el túnel. El carro dio un bandazo, y los pasajeros que estaban de pie fueron lanzados unos contra otros, pero los cuerpos con caras grises se mantuvieron de pie, con un movimiento pendular, como si colgaran de sus ganchos en un matadero prolongado. Cadáveres de todas las edades.
El cemento era tan duro en la Calle 42 y el aire helado hería de la misma manera que diez años atrás, cuando caminé por primera vez en esta ciudad, pero el lugar había cambiado.
En la antesala de la muerte, hubiera sido de esperar que cada quien buscara el placer del prójimo como el suyo propio, pero suele ocurrir lo contrario. Así, en lugar de un jardín de las delicias de fin de siglo, la ciudad era una morgue suprema.
Dimos una vuelta por Times Square. Y así, entre aquel torbellino de gente muerta y un ejército de criaturas de Walt Disney, perdimos una de las ciento veinte tardes que le quedaban a mi niña.
Volvimos a casa decaídos al atardecer. Llegué al séptimo como siempre, sin aliento. Las luces de un pequeño rascacielos entraban, en lugar de la luz de las primeras estrellas, por un ventanastro en el otro extremo de nuestro apartamento. Me acerqué a la ventana. Era como arena erizada al lomo de un imán, aquel paisaje.
Preparamos juntos la comida y cuando nos sentamos a comer ella me dijo:
-Perdimos el tiempo esta tarde. Debí quedarme leyendo o estudiando. No tengo tiempo que perder.
-Pero linda, hacía un día hermoso.
-Sí, lo sé. Sé que tratas de hacerme feliz porque tengo poco tiempo. Pero no trates demasiado, ¿está bien?
Me quedé callado un momento, mientras ella miraba por la ventana el pequeño rascacielos.
-Claro, preciosa -dije después. -Perdona, pero nadie es perfecto. -Me encogí de hombros, y creo que, si hubiera tenido rabo, lo habría escondido entre las piernas.
Ella cerró los ojos, y luego me miró de una manera extraña. Me atemorizó.
-Papi -me dijo-, antes de morirme, quiero saber lo que es el sexo.
Levanté las cejas y tragué saliva y se me cortó la respiración. Habría oído algo en la escuela, pensé, era lo natural. Me pregunté fugazmente si no habría fantasmas pornográficos flotando todavía por la Calle 42. Recordé al ratón Mickey, a Pluto, a Clarabela.
-Sí, mi niña -dije con una sonrisa confundida-, un día de éstos te lo explicaré.
-¿Me lo prometes?
Asentí con la cabeza.
-No -insistió-, quiero que lo digas.
Dije que se lo explicaría. Miré el reloj que estaba sobre el televisor.
-¿Cuándo? -preguntó.
-Ya son la siete, cómo corre el tiempo -le dije. -Desde luego, hoy no.
Hizo una mueca.
-Sí -dijo-, ya lo sé, comienzo a sentir los temblores.
La acompañé a su cuarto, le puse el pijama y la acosté. Le di a tomar sus medicinas: tantas gotas de esto, tantas de aquello, tantas de lo otro.
-La luz -dijo.
Apagué la luz, y nos quedamos juntos en la penumbra esperando los ataques.
Rodrigo Rey Rosa
“Ningún lugar sagrado”
04 julio 2007
Fennesz & Sakamoto
Algunas ideas sobre "Cendre", el disco conjunto de Christian Fennesz y Ryuichi Sakamoto.
"...un estupendo compendio de melodías ambient en donde Fennesz y Sakamoto avanzan por carriles paralelos, sin cruces efectistas ni grandes aspavientos; sino generando y manteniendo una summa de texturas brumosas y nebulosas instrumentales, drones rugosos y otros prístinos totalmente inquietantes".
Texto completo, aquí.
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